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domingo, 26 de junio de 2011

El malestar en la cultura. A vueltas con la (in)felicidad.

Este libro supone una continuación de los temas que Freud había tratado anteriormente en Totem y Tabú, sobre los orígenes del hombre y las instituciones sociales y religiosas, de sus restricciones impuestas, unidas al complejo del Edipo colectivo y también del Futuro de la ilusión, en el que muestra los orígenes de la religión como necesidad de consuelo ante el enfrentamiento del hombre con la naturaleza y en el que es deudor del Hume de la Historia natural de la religión y Diálogos sobre religión natural.
Para Freud, como después recogerán otros pensadores modernos, la cultura obedece al imperio de la necesidad psíquica económica pues se ve obligada a sustraer a la sexualidad instintiva del ser humano gran parte de la energía psíquica que necesita para su propio consumo. La cultura no puede dar libertad a los instintos por la sencilla razón de que su objeto es suplantar esa libertad y convertirse en un único sujeto digno de de ella. Lo que en Freud comenzó siendo una inquisición analítica del individuo para tratar de comprender su conducta derivó, gracias a él, en una visión de la humanidad como problema a abordar desde los mismos parámetros. Desde el principio de la teoría psicoanalítica parecía claro que la explicación de los individuos pasaba por las relaciones sociales, culturales y sólo así se pudo acuñar el concepto de super-yo. El super-yo, la conciencia moral, se hace eco de la represiones e imperativos culturales; desde la infancia los introduce en sí mismo y los asimila. Bajo su fuerza coactiva, la agresividad cambia de dirección y lo que podría ser destrucción de lo externo, se convierte en autocastigo, sentimiento de culpabilidad. El fracaso da más énfasis a la culpa y hay una relación entre culpabilidad y progreso, en la que ambos aumentan en el mismo sentido. Es decir, a medida que progresa la humanidad, menos feliz va a ser el hombre. Según el psicoanálisis dicha culpabilidad es inconsciente y por tanto previa a toda acción mala; no tiene nada que ver con el remordimiento y va siempre acompañada de angustia por la censura del super-yo. Del mismo modo se puede aplicar a la cultura como un todo. El porvenir de la especie humana está pendiente de la superación de las perturbaciones que proceden de la agresividad y de la autodestrucción y, por consiguiente, de la lucha entre los principios primeros, Eros y Tanatos. La evaluación de un acto como malo surge de la sociedad y deriva
también del miedo a la pérdida del amor de los padres y de la protección de la sociedad. Un filósofo “optimista” como Rousseau decía que el mal residía en la sociedad, tanto en sus aspectos económicos como políticos, en la desigualdad, y que por lo tanto el hombre es bueno por naturaleza. El mito de los orígenes es sólo una hipótesis, el mal tiene entonces un origen social e histórico, en el que como Freud, la filogénesis y la ontogénesis coinciden en su estructura, y es en las estructuras sociales donde reside este. Si Hume alegó que de la esencia del hombre no se podía inferir que la maldad fuera intrínseca al hombre, Kant puso las cosas en su sitio al decir que el hombre es malo por naturaleza porque el mal vence al bien en el decurso o propensión natural del hombre, aunque puso en la insociable sociabilidad del ser humano el origen de la perfectibilidad humana. Freud también reconoció que las injustas condiciones socioeconómicas, la enajenación de las relaciones de producción, podían ser causa del malestar de los hombres, donde Marx situaba los males morales y físicos. Freud sitúa las raíces de los males humanos a un nivel más profundo que el económico, pero relacionado con la vida del hombre en sociedad. Para él, el sufrimiento nos acecha por tres lados: desde el propio cuerpo, del mundo exterior y de las relaciones con los demás. Este último es el más doloroso. El hombre busca liberarse del sufrimiento mediante distintos medios: la satisfacción ilimitada de todas las necesidades, el aislamiento, la transformación técnica de la naturaleza, la intoxicación, la moderación de las pasiones, las ilusiones, el arte, la cultura,…..sin olvidar la fuga en la neurosis y la psicosis. Mientras que Freud considera que frente a las dos primeras fuentes del sufrimiento, la supremacía de la naturaleza y la caducidad de nuestro cuerpo, no queda otra que reconocerlas e inclinarnos ante ella, o confiar en la cada vez más avanzada ciencia para que nos mitigue o controle el sufrimiento, piensa que quizá nos vaya mejor con la eliminación de la última fuente, “la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el estado y la sociedad”. La conclusión como es sabida, es pesimista, pues “pudiera ser que aquí se oculte una porción de la indomable naturaleza: la necesidad de vivir en sociedad”. El hombre es un ser cultural, no sólo natural, exige ineludiblemente la renuncia a la satisfacción de los instintos y su sublimación dando lugar a una inevitable frustración cultural inherente a nuestra vida en sociedad, y que es la causa de la hostilidad que toda cultura, hasta la más permisiva, afronta por parte de quienes le están sometidos. La cultura necesita para su desarrollo cierta cantidad de energía psíquica que es detraída de la disponible para la satisfacción directa de los instintos, especialmente el sexual, que se ha desviado de sus fines naturales y sublimado en el trabajo y la creación cultural en general. Por otra parte los instintos agresivos del yo, también se oponen a la vida en sociedad y deben ser controlados para permitir esta. La sociedad controla al individuo originando en él el sentimiento de culpabilidad, ligado al super-yo, que introyecta la agresividad y la dirige contra el propio sujeto a través de la conciencia moral. Al principio hay una renuncia a los instintos por miedo a la agresión de la autoridad exterior, luego se instaura la autoridad interior de la conciencia moral que mantiene controlados los instintos mediante el sentimiento de culpa. De esta forma, la relación entre cultura, renuncia a los instintos e infelicidad, se convierte en una teoría social del origen del mal y el sufrimiento humano. Años más tarde, Marcuse retomaría esta teoría freudiana que junto a la marxista y analizando la sociedad de consumo, o sea la actual, la ve dominada por una de-sublimación represiva y por la racionalidad tecnológica. Partiendo de la historicidad de los instintos, de su forma de satisfacción, distingue entre represión fundamental y adicional. La primera se mantendrá en toda cultura y la adicional variará según las épocas históricas, algo que Freud ya intuyó. Para
eliminarla propone una erotización del trabajo una estructuración que elimine la necesidad. La represión sobrante es para Marcuse, como ya vio Freud, la asociada a la estructura patriarcal y la monogamia, la canalización de la sexualidad hacia la genitalidad y la reproducción, alejada del deseo. Lacan, enfatizó la noción de deseo freudiana y la acompañó de la necesidad y de la demanda. Entre la necesidad fisiológica, el sexo, el hambre, la sed, la demanda como requerimiento de esa necesidad o el reclamo de amor como disfraz de la necesidad y del puro deseo, puede darse el caso de que al entrar la necesidad en la red simbólica, en el lenguaje, el deseo y la demanda aparezcan juntos, con lo que el deseo sirve para articular la vida del sujeto a sus propias condiciones, eliminando la necesidad porque el sujeto se adormece con las normas impuestas. El adormecerse, el buscar lenitivos contra la opresión de la cultura es otro de los aspectos que Freud resalta en esta obra. Los hombres buscan drogas para salir de la neurosis creada por la sociedad. Hago un pequeño inciso para hacer una crítica a la afirmación de Freud de que las mujeres son más hostiles a la cultura; si bien Freud reconoce que el hombre descarga parte de su agresividad en ellas, echo de menos la afirmación por su parte, fácilmente constatable para su aguda observación, de que las mujeres son más hostiles sencillamente porque la sociedad las tenía, y me temo que todavía sucede, humilladas.
La búsqueda de calmantes y sustitutos hace que los humanos se embarquen en paranoias colectivas, en los núcleos culturales restrictivos como son los nacionalismos y las religiones. La cultura, incluso en sus producciones espirituales está referida al ser natural, lo utiliza, lo transforma. Para Freud, preguntarse por el objeto de la vida presupone un antropocentrismo y la propia pregunta presupone un sistema religioso, y se pregunta cómo todavía puede existir. Desde Hume, la religión es un lenitivo para el sufrimiento y el miedo humano creado por los hombres para consolarse de los embates de la naturaleza. Kant, aunque demostró la imposibilidad del conocimiento humano de Dios, le abrió una puerta enorme a la fe, de manera que tuvieron que ser los filósofos de la sospecha los que tuvieran que ponerla en su lugar. Si Nietzsche certificó la muerte del Dios del pensamiento débil y resentido, Marx y Freud la catalogaron como opiáceo de la sociedad y como paranoia colectiva sin sentido. El único motivo por el que todavía subsiste puede ser porque, como Said nos dice, la religión nos abastece de sistemas de autoridad y de cánones de orden cuya consecuencia habitual es imponer la sumisión y ganar adeptos. Esto da pie a las pasiones colectivas cuyas consecuencias sociales e intelectuales son a menudo desastrosas. La persistencia de estas y otras consecuencias religiosas-nacionalistas-culturales, atestiguan ampliamente lo que parecen ser rasgos necesarios de la vida humana: la necesidad de certeza, la solidaridad del grupo y cierto sentido de pertenencia a una comunidad. A veces, estas cosas pueden ser beneficiosas, pero lo que puede discernirse es la religión como consecuencia del agotamiento, el consuelo y la decepción. Sus formas tanto en la teoría como en la práctica son variantes de la impensabilidad, la indecibilidad y la paradoja. Hay una preferencia paranoide por la segura protección de los sistemas acríticos de creencias, por peculiares que puedan ser, y no por la actividad o conciencia crítica. Decía Swift, que la mayoría de las cosas perseguidas por el hombre para su felicidad en la vida pública o privada, tienen tanto refinamiento que raramente subsiste más que una idea: una casa, un matrimonio, un dios…Arnold dijo que la cultura era una absoluta correspondencia con la sociedad y para Auerbach, lo más importante en la cultura era que empapa de arriba abajo casi todo lo que se encuentra en su ámbito, aunque paradójicamente, la cultura domina desde arriba al mismo tiempo que no está al
alcance de todo, ni de todos aquellos a los que domina, con lo que el sueño de Freud de eliminar las trabas que impone la estructura sociocultural no podría llevarse a cabo, como predijo, ya que no abarca ni impone las misma coerción a todos aquellos a los que somete.
La búsqueda de esa felicidad, de evitar el sufrimiento es difícil en la sociedad, como ya apuntara Nietzsche, para quien la ley y el estado imponen diques a la actividad de los seres humanos y hacen que esta se vuelva hacia el interior y de origen a la conciencia turbada. Al igual que en Freud, la conciencia se origina por introyección de los instintos agresivos, que según el psicoanalista Fco, Pedrero son producidos por el lazo social, y que de dirigirse hacia fuera pasan a dirigirse hacia dentro, contra el propio sujeto. La misma actividad produce hacia fuera las grandes obras y vuelta hacia el interior, da origen a la culpabilidad, a la moral de los esclavos resentidos. De esta forma el yo sirve a los tres amos que denuncia Freud: “dirigido por el ello, observado por el super-yo, rechazado por la realidad, el yo lucha por llevar a cabo su misión económica, la de establecer una armonía entre las fuerzas y los influjos que actúan en él y sobre él, y comprendemos por qué a veces no podemos por menos de exclamar:!qué difícil es la vida!” Y todo por llegar a un casi imposible, pues Borges dijo, entre otros, que toda felicidad es efímera, un fugaz instante. Aunque también podríamos decir lo que Becket, en Fin de partida, pone en boca de Hamm cuando le pregunta a Clov: ¿Has sentido alguna vez algún momento de felicidad? La respuesta de Clov, es obvia: ¡Qué yo recuerde, ninguno!

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